En caso de oscuridad, o qué hacer con les encarcelades

En caso de oscuridad, o qué hacer con les encarcelades

Por Juan Moreno Haines

Volume 24, Number 1, Racial Capitalism
25 de junio de 2021
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“Siempre es el momento oportuno de hacer lo correcto.”

—Martin Luther King, Jr.

Como persona encarcelada, he tenido que renunciar a todo sentido de control. La crisis climática, el COVID-19, un plan de asistencia sanitaria . . . son asuntos sobre los que ya no tengo ningún poder. El debate y la acción acerca de estos temas bien podrían estar ocurriendo en otro mundo. Me he borrado.

El distanciamiento social, una práctica fundamental para frustrar el nuevo coronavirus, me resulta imposible en la superpoblada prisión estatal de San Quentin. Las unidades de alojamiento cerradas y sin ventilación son entornos perfectos para que el virus prospere, de manera que sigue persistiendo aquí después de un mal traslado de preses muy malamente manejado en junio del año pasado. Para evaluar el brote de COVID-19 de San Quentin, les expertes en salud pública de la Universidad de California en San Francisco recorrieron la prisión y luego, el 16 de junio, publicaron un Memorándum Urgente. En él, identificaban las acciones específicas que les funcionaries de la prisión debían tomar inmediatamente para atajar el brote y salvar vidas. Les funcionaries de la prisión esencialmente ignoraron el Memorándum Urgente e hicieron lo que consideraron factible para abordar la crisis, y sus desastrosas acciones dieron lugar a que más de tres cuartas partes de la población penitenciaria se infectaran con el virus. De elles, veintiocho han muerto hasta febrero de 2021, así como un apreciado sargento correccional. El Tribunal de Apelaciones de California criticó el fracaso mortal de les funcionaries de la prisión, diciendo,

Ante la pandemia, que parece cobrarse su mayor número de víctimas entre las personas mayores y en situaciones de vivienda congregada, y en una instalación envejecida con todos los problemas de ventilación, espacio y saneamiento a los que se hace referencia en el Memorándum Urgente, el hecho de que [les funcionaries de la prisión] no adoptaran y aplicaran inmediatamente medidas destinadas a eliminar los dormitorios de doble techo y otras medidas para permitir el distanciamiento físico entre les recluses es moralmente indefendible y constitucionalmente insostenible.

Les funcionaries de la prisión respondieron a las críticas del tribunal ordenando el traslado de les preses de San Quentin, donde se asignan dos personas a una celda del tamaño de una plaza de aparcamiento de Walmart, a otras instalaciones que se encuentran prácticamente en las mismas condiciones que todas las prisiones de California: al máximo de su capacidad o casi, con unidades de alojamiento cerradas y sin ventilación donde dos personas comparten celdas diminutas o viven en dormitorios. Sólo tras la atención de los medios de comunicación se retiraron (temporalmente) los traslados de San Quentin. Así que aquí estoy, en esta prisión, donde paso más de veintitrés horas al día en una celda sin ventanas. La carga mental es agotadora.

Así que aquí estoy, en esta prisión, donde paso más de veintitrés horas al día en una celda sin ventanas. La carga mental es agotadora.

Hay una leyenda urbana en las prisiones que dice que si llega el Terremoto Grande, si hay un ataque nuclear, una invasión extranjera o un gran desastre, el plan es que les guardies nos encierren y nos maten antes de abandonar el recinto penitenciario. Esta creencia proviene del vagamente redactado “Plan de Operaciones de Emergencia”. Oficialmente dice: “Cada director debe tener en vigor en todo momento un Plan de Operaciones de Emergencia, aprobado por la Unidad de Planificación y Gestión de Emergencias para ayudar en la preparación de responder a ‘todos los peligros’ y recuperar de ellos. Los incidentes de ‘todo los peligros’ se definen como cualquier desastre o accidente natural o de origen humano que pueda interrumpir de forma significativa las operaciones o programas institucionales.” He sido testigo de catástrofes en la cárcel, algunas naturales y otras de origen humano. En California, son los incendios; en Texas y Nueva York, el calor mortal. En Florida y Luisiana, tormentas e inundaciones. Durante el huracán Katrina, varies preses abandonades murieron ahogades. Hace varias décadas, la escasez de energía en California causada por la corporación energética Enron fue un ejemplo de un desastre totalmente de origen humano. El comercio energético manipulador por parte de les empleades de Enron desencadenó una crisis energética que le costó el puesto al entonces gobernador Gray Davis. En las prisiones del estado, dio lugar a cortes de energía programados de medio día durante todo el verano. Me sentaba en mi celda escuchando una radio a pilas y esperando a que se abriera la puerta de mi celda.

Juan Moreno Haines
Juan Moreno Haines (Photo by Peter Merts)

Con la crisis climática que se está produciendo, el aumento de incendios e inundaciones está provocando emergencias dentro de las cárceles en estos momentos. Todo esto hace que me pregunte: ¿Se preocupa la gente por lo que les ocurre a les encarcelades en estas condiciones? ¿Es cierta la leyenda urbana? ¿Cómo van a reaccionar les funcionaries de prisiones ante las inminentes catástrofes cuando lleguen?

Las respuestas a estas preguntas me hacen morir dentro del Complejo Industrial Penitenciario, con su constante vigilancia y control. Está diseñado para incapacitar el libre albedrío y someter la individualización. Obliga a casi todo el mundo, incluido yo mismo, a un peculiar estado de docilidad. En 2018, me puse en contacto con el Departamento de Salud del Condado de Marin para conocer el plan de emergencia de San Quentin. Me aconsejaron que me pusiera en contacto con el departamento del sheriff local, que me remitió al Plan de Operaciones de Emergencia del Departamento de Correcciones y Rehabilitación de California. La incertidumbre sobre lo que les ocurrirá a les encarcelades cuando llegue una catástrofe me desmoraliza.

Mi reloj se congeló un poco después de las 8 de la noche de un sábado. Al mismo tiempo, la regleta para el televisor se apagó y se fue el la Serie Mundial de beisbol de 2019, junto con las luces de mi celda.

Toda la energía eléctrica de la prisión había desaparecido. Todo se volvió negro. El silencio envolvió a los casi 800 hombres uniformados de azul del Bloque Norte de San Quentin, que se reparten en 414 celdas.

Ese mismo día, las noticias locales informaron de otra medida de prevención de incendios de PG&E (la compañía eléctrica del norte de California): cortes de electricidad en determinados condados del norte de California. El mapa en las noticias de televisión mostraba en rojo el condado de Marin, donde se encuentra San Quentin. Lo menospresioné: esta prisión tiene sus propios generadores de reserva de emergencia y, durante mi estancia, los generadores frustraron las interrupciones del suministro eléctrico en varias ocasiones.

Me senté con las piernas cruzadas encima de una litera, con los bocadillos a mi lado, y esperé a que los generadores hicieran efecto. Me puse la mano delante de la cara y no pude verla. Eso era inquietante. Mis ojos se ajustaron para ver los siete barrotes de acero que forman la puerta de mi celda. Para nuestra comodidad, las puertas de las celdas no estaban cerradas con llave, así que podría haber salido a ver qué pasaba. Pero me quedé sentado allí y escuché los sonidos de los hombres uniformados de azul que vagaban como hormigas investigadoras por los cinco pisos del Bloque Norte. Yo estaba tranquilo en mi celda del tercer piso, sin que me molestara la conmoción del exterior. Unas linternas a pilas (de las que se compran en los paquetes de la cárcel) se movían a izquierda y derecha de la puerta de mi celda. Los ruidos blancos, los traqueteos indistintos y los murmullos se mezclaban con el sonido lejano de las duchas corriendo. Los estruendos armonizaban con risas y bromas; alguien ahí fuera pensaba que esto era divertido. La cacofonía de voces y de forcejeos parecía profundizar el dramatismo de estar sentado en la oscuridad y esperar a que ocurriera algo. Era como escuchar la partitura de una película o el comienzo de un rap pandillero.

Entonces, “¡Llévenlo a sus casas! Enciérrenlo”, anunció un agente penitenciario con traje verde por un megáfono.

En la grada, pude oír el sonido de las botas y el tintineo de las llaves mientras el agente penitenciario subía las escaleras de acero pintadas de negro. Se detuvo al final del tercer nivel, a tres celdas de la mía, y abrió un candado. Empujó una palanca con forma de mango de hacha conectada a un largo eje metálico que recorre la parte superior de 41 celdas. El acero raspó con el acero, y luego el metal chocó con el metal para atraparme en una caja de 4 por 10 pies.

Michel Foucault persistió.

Me quedé con las piernas cruzadas esperando a que los generadores hicieran efecto, pensando en lo que la prisión hace a los hombres y mujeres mientras están bajo vigilancia y control: cómo afecta a la mente y al cuerpo.

“Que se jodan los guardias”, oí decir a alguien en la distancia.

Poco después, oí a un agente decir: “No voy a ir más lejos”. Se negó a seguir caminando por la grada negra.

Cerca, un hombre uniformado de azul hablaba con alguien a quien no podía ver: “Se han ido todos fuera”, bromeó el hombre invisible, refiriéndose a les agentes que se marchaban. ¿Nos han abandonado aquí?

Me empezaron a sudar las axilas y me faltó el aire. Me dolía la cabeza y se me secó la garganta. Era como las primeras fases de un virus. Abrí los ojos, esforzándome por ver fuera de los barrotes de acero, mientras estaba reviviendo una pesadilla recurrente.

Abrí los ojos, esforzándome por ver fuera de los barrotes de acero, mientras estaba reviviendo una pesadilla recurrente.

En octubre de 1989 me encontré contando los siete meses que me faltaban para cumplir mi primera condena. Estaba sentado con las piernas cruzadas en una litera de la prisión estatal de Soledad. Las celdas tienen ventanas que se abren al aire fresco. Es un lujo poder tocar el exterior cuando tu cuerpo está encerrado.

Eran poco más de las 5 de la tarde. Todes les preses estaban encerrades en el interior, esperando a que comenzara el tercer partido de la Serie Mundial de beisbol en el Candlestick Park de San Francisco.

“Hora del recuento”, resonó un altavoz en la unidad de alojamiento. Era parte de un recuento estatal de todas las personas en las prisiones estatales, cada una de las cuales envía su recuento a la sede central en Sacramento.

Entonces, de la nada, el edificio de bloques de cemento tembló y se tambaleó. Se sacudió hacia delante y hacia atrás. Me agarré a los lados de mi litera. Las luces se atenuaron lentamente. Los televisores se apagaron. Se perdió toda la energía eléctrica. Todo quedó en silencio. La antinatural quietud ahogó mis pensamientos. Miré por la ventana y vi a agentes corriendo por el patio.

Mi corazón palpitaba de miedo.

“Están huyendo”, gritó alguien.

Sentí el frío pavor del abandono envolver mis pensamientos.

Se produjo un pánico masivo.

Manos golpearon puertas de color caqui. Los gritos llenaron el recinto, pero empezaron a calmarse al caer la noche. A su debido tiempo, los generadores de reserva entraron en funcionamiento y se restableció el suministro eléctrico. Nuestres televisores mostraron los daños y las muertes en la zona de la bahía. El terremoto de 15 segundos y magnitud 6,9 dejó a 8.000 personas sin hogar. Más tarde, les guardias volvieron a darnos cajas de comida con sándwiches y fruta para la cena, para satisfacer nuestro deseo de atención. Foucault cumplió su deseo mientras volvimos a ser dóciles.

El 27 de junio de 2020, a las 11:15 de la mañana, un agente se acercó a la puerta de mi celda y me dijo que había dado positivo para COVID-19. Luego me encerró y dijo que me traerían todo. “¿Alguna pregunta?” Me quedé en silencio, sacudiendo la cabeza mientras mi mente iba más allá de los muros de la prisión y de cómo esta pandemia está matando a gente como yo: ancianes y negres. Me pregunté por qué mi compañero de celda no había dado positivo. Estamos doblemente encerrados en esta pequeña jaula y el Bloque Norte está lleno a más del 180% de su capacidad. Sin ventilación, el polvo y la suciedad flotan por todas partes; la mugre está esparcida por las vallas y las pasarelas. Mi vecino de al lado lleva una máscara en la que se lee: “Todos Vamos a Morir”.

Ya he sobrevivido a brotes estacionales de gripe, he tenido norovirus dos veces, he contraído una infección mortal por estafilococos e incluso he vencido a la legionelosis. Ahora, estoy en un lugar que ha ido de mal en peor tras el chapucero traslado. Estoy intentando comprender otro desastre provocado por el hombre mientras estoy a merced de los torpes funcionarios de la prisión que me trasladaron, junto con otres 62 preses con COVID-19 positivo, del Bloque Norte a la Sección Badger, un centro de recepción para personas recién llegadas al Gulag de California. Cuando llegué a Badger, varies preses nuevos seguían allí. Uno dijo que estaba allí desde el 23 de diciembre. Dijo que le hicieron la prueba del COVID-19 tres veces. Las dos primeras resultaron negativas y la tercera positiva, así que lo mantuvieron en el lugar parecido a un calabozo donde se sirve la comida fría. El segundo día nos dieron duchas. Unos días después, tuvimos acceso al teléfono. Algunos empezaron a gritar desde sus celdas, pidiendo ayuda. No apareció nadie del departamento de salud mental. Un agente se paseó por las gradas rociando algo que no podía oler. Tardó un mes hasta que la energía eléctrica se instaló para los televisores, las radios o el agua caliente. Me sentí encerrado con poca esperanza de ser visto por el resto del mundo.

El brote de San Quentin demuestra que el hacinamiento en las cárceles no debe tolerarse. Mata.

Alguien convocó una huelga de hambre para conseguir comidas calientes, material de limpieza, celdas individuales, ejercicio, servicios de salud mental y más llamadas telefónicas. La raza no importaba. Todo el mundo se mantuvo unido, pidiendo a nuestres cuidadores que dejaran de pasarse la pelota. Seguimos escuchando a les funcionaries de la prisión decir que quieren volver a ser como antes, mientras ignoran las voces de les afectades por los fallos del sistema. Es una lucha que aspira un futuro imposible, ya que la era del COVID-19 nos ha hecho ver que debemos trabajar juntes, independientemente de dónde vivamos. La pandemia mundial sacó a la luz las profundas disparidades raciales, las desigualdades de ingresos, la escasez de atención sanitaria y una crisis climática que está muy presente. Mientras tanto, el brote de San Quentin demuestra que el hacinamiento en las cárceles no debe tolerarse. Mata. Entonces, ¿hay espacio para preocuparse por la oscuridad de las prisiones?

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Juan Moreno Haines is an award-winning incarcerated journalist and a member of the Society of Professional Journalists.